¿Alguna vez te has pillado repitiendo en tu cabeza una conversación después de haber hablado con alguien, dándole vueltas a si dijiste lo correcto, si caíste bien, si se habrán hecho una buena imagen de ti?
No estás solo. Es algo que hacemos constantemente, a veces de forma automática. Nos importa —y mucho— lo que piensan los demás.
Pero, ¿por qué? ¿De dónde viene esa necesidad de agradar, de encajar, de no desentonar?
Lo cierto es que no es un defecto, ni un fallo de carácter. Es pura evolución. Somos animales sociales y, desde nuestros orígenes, la aceptación del grupo ha sido clave para la supervivencia ya que quedarse fuera del mismo podía significar literalmente la muerte.
Por eso, nuestro cerebro desarrolló mecanismos para estar atentos a las señales sociales tipo si gustamos, si molestamos, si estamos haciendo algo que podría incomodar a los demás, etc. La gran diferencia es que ahora los peligros son más sutiles: una crítica en el trabajo, un comentario desafortunado en una cena, una mirada rara de tu jefe…
Y claro, no es solo cuestión de biología. A nivel emocional, crecer con la sensación de que ser aceptado depende de cómo te comportas o de cuánto agradas puede reforzar la idea de que tu valor está en manos de los demás.
Si de pequeño solo te alababan cuando sacabas buenas notas o eras “el niño bueno”, es fácil que de adulto hayas aprendido a medir tu valía según el juicio ajeno.
Además, vivimos en una época donde todo se expone. Las redes sociales han elevado esto al máximo. Publicamos una foto y, aunque digamos que no nos importa, esperamos esos “me gusta”, esos comentarios que validen lo que mostramos.
Y cuando no llegan o no son los que esperábamos, aparece la duda: ¿habré dicho algo fuera de lugar? ¿debería haber sido más como fulanito?
El problema llega cuando esta preocupación se convierte en una cárcel, cuando dejas de hacer cosas por miedo al qué dirán, cuando te callas opiniones o cambias tu forma de ser solo para no incomodar.
Y lo peor es que ni siquiera puedes controlar lo que piensan. Puedes esforzarte al máximo por agradar y aún así habrá quien te juzgue, quien no te entienda, quien no te acepte. Es inevitable.
La buena noticia es que, aunque no podemos apagar del todo esa necesidad de aprobación, sí podemos aprender a convivir con ella. No se trata de volverse de piedra ni de fingir que no nos importa nada. Se trata de elegir a quién damos poder sobre nosotros.
No es lo mismo que te importe la opinión de alguien que te respeta y que te quiere, a dejarte afectar por la crítica de alguien que ni siquiera forma parte de tu vida. Hay una gran diferencia entre escuchar una opinión y dejar que la misma te defina.
Y sobre todo, se trata de conocerse. Cuando uno se toma el tiemppo de saber quién es, qué le importa de verdad, qué valores le guían… entonces empiezas a construir una especie de brújula interna.
Y con esa brújula, las opiniones externas siguen ahí, pero ya no te zarandean tanto, es decir: te dan perspectiva, pero no te desvían.
A veces basta con recordar esto: no somos una opinión. Ni siquiera la tuya sobre ti mismo es una verdad absoluta, imagínate entonces la de los demás. Somos mucho más que lo que los otros ven.
Y si vamos a cambiar algo, que sea por uno mismo, no por encajar.
Así que la próxima vez que nos preocupemos demasiado por cómo nos ven, debemos pararnos un momento y preguntarnos: ¿quién soy cuando no intento gustarle a nadie? Ahí, justo ahí, empieza la libertad.